OPINIÓN. Por Claudio Angelini
El tema es recurrente: la inflación. Uno de los males endémicos de nuestra economía, que se produce en escenarios diversos y que frecuentemente es presentado como autónomo y ajeno a la interrelación de los actores económicos, que somos todos los que componemos nuestra sociedad -bien que en distintos roles-.
Desde nuestro lugar de víctimas de sus efectos, y siendo legos en economía, nos preguntamos si es un fenómeno “natural” (algo así como la gravedad). La ortodoxia liberal sostiene que es causa del déficit fiscal, que requiere emisión monetaria para financiarse y que, entonces, el incremento de dinero circulante hace que éste se desvalorice. Y ya está. No existe otra explicación. O sea que reduciendo el déficit, y por ende disminuyendo la emisión, está todo arreglado.
Pero esta tesis no se verifica en USA, que emite toneladas de dólares, y por mucho tiempo no sufrió el fenómeno (recién después de la pandemia registró un ¡8% anual!), ni aquí en la Argentina, cuando el mejor equipo de los últimos 50 años sostuvo haber llegado a emisión cero, pero se despidió con un 54% anual de inflación.
Parece entonces que el gasto y la emisión deben tener algo que ver, pero no explican todo el problema.
Así, cuando la mayoría de economistas serios y periodistas independientes hablan de inflación casi como fenómeno metereológico, omiten invariablemente nombrar una parte de los actores, diríamos que la más importante: los que forman los precios. Si la inflación es el aumento generalizado y sostenido de los precios, algo deben tener que ver ¿no?. Sin embargo permanecen ocultos en la consideración pública. Son los anónimos “mercados”.
Como un simple ejercicio matemático, puede plantearse una situación teórica, que sintetiza como opera la relación Empresas formadoras de precios / Consumidores / Estado, en un escenario de alta inflación:
- Supongamos que existe una Gran Empresa productora de alimentos, que presenta una rentabilidad constante del 12% sobre precios (es decir que puede manejar sus costos y fijar consecuentemente sus precios con ese rendimiento), y un consumidor de ingresos fijos de $ 30,000 mensuales, que solamente consume los alimentos que produce esa empresa. Dados los aumentos de precios, cada mes que transcurre, su remanente para adquirir otros bienes es menor. Pasados los primeros 4 meses, ante el deterioro producido, el Estado resuelve ayudarlo con un bono de $ 2,000. El cuadro quedaría así:
Finalizado el semestre, se observa que:
1) La empresa vino incrementando sus precios a razón de un 7% mensual, pese a no enfrentar mayores costos (no otorgó aumento de sueldos a su personal, ni sufrió variación tarifaria en el costo de la energía ni fue afectada por la evolución del tipo de cambio, ya que la gran mayoría de sus insumos son de origen nacional). Consecuentemente su rentabilidad aumentó en la misma proporción
2) Aún con la ayuda recibida del Estado, al término del semestre el consumidor dispone de menos dinero que el primer mes para consumir otros bienes
3) En virtud de la ayuda dada al consumidor, la partida presupuestaria estatal ha disminuido, por lo que se dispone de menos recursos para atender otras necesidades
4) Al haberse incrementado como se describe, la ganancia de la empresa absorvió crecientemente los ingresos del consumidor y también la ayuda proporcionada por el Estado (un comportamiento similar al que tuvieron los precios de los alimentos no bien hubo de implementarse la AUH, por ejemplo)
En resumen, perdió el consumidor, perdió el Estado, y perdieron aquellos que recibían algún tipo de ayuda estatal, subsidio, etc. Y ganó la Gran Empresa, puesto que, vía aumento de precios, se apropió primero de los ingresos del consumidor y luego de la ayuda que éste recibió.
Basta con multiplicar este ejemplo por los números que presenta la realidad, para inferir entonces que la inflación es -antes que nada- un mecanismo de apropiación que beneficia a unos pocos poderosos y no un fenómeno fatal, natural y autónomo, sin perjuicio de que la política monetaria y otras variables macroeconómicas sean, obviamente, aspectos que también la determinan y entonces también deban ser ponderados.
Si se acuerda con ese diagnóstico, quizás pudiera ampliarse la batería de herramientas para enfrentar la inflación, imaginando algún mecanismo impositivo que opere sobre las rentabilidades que se ubiquen por encima de ciertos niveles, obtenidas por las Grandes Empresas que presentan capacidad de formar precios y que entonces desalienten su incremento, o que premien mayor cantidad o diversidad de oferta para tender a equilibrar la demanda.
Es una tarea nada fácil por cierto, pero sumamente necesaria para evitar que la inflación influya tan negativamente en un escenario de recuperación de la actividad y del empleo como el que vino observándose hasta la actualidad, atentando contra la recuperación del salario y aumentando la desigualdad.
Algo que es inaceptable que ocurra en vísperas de concretarse en nuestro país numerosos proyectos productivos que indudablemente mejorarán el escenario macroeconómico, pero que no favorecerán a las mayorías si no se generan políticas y acciones deliberadas en ese sentido.