Solía pensar que para la matemática se nace o no se nace. Siempre fui medio adoquín o mejor dicho, me había convencido de que lo era.
Cuando mi hijo mayor empezó la escuela, supe que había otras formas de aprendizaje. Mediante la descomposición de los números se llegaba a los resultados desculándolos de tal forma que luego era mucho más sencillo operar mentalmente, por aproximación. También me di cuenta de que yo había aprendido a utilizar fórmulas pensadas por otros que aplicaba sin la más mínima reflexión. Fascinada veía cómo mi hijo resolvía solo y casi sin ayuda los problemas y los cálculos.
Se me ocurrió que probablemente mis nulas aptitudes para los números no eran innatas sino que no habían sido adecuadamente estimuladas por el sistema de enseñanza y la didáctica de fines de la dictadura.
Ahora que estamos en cuarentena, mi hija menor me enfrenta con otra realidad. Este escenario me ubica frente a ella que arrancaría su tercer año de la primaria con hojas llenas de ejercicios de repaso de segundo. De pronto siento que la gesta es imposible, como si se tratase de cálculos algebraicos o topología o mecánica cuántica. Claro que a ella los números no le interesan en lo más mínimo y eso no ayuda.
Pedí socorro a la maestra porque me dí cuenta de que no está entendiendo el sistema numérico, quizás las vacaciones le resetearon la memoria por completo y antes de encarar esas consignas necesitaríamos refrescar los contenidos de primer año. Como nota de color me encontré ante hojas en las que hay muchísimos dibujitos, cientos de pastelitos o de autitos o de florcitas que ella debe encerrar en decenas y unidades para pasar luego a las centenas. No tenemos impresora en casa y las fotocopiadoras están cerradas; me negué a tener que copiar todo eso a mano así que me trasladé hasta lo de mi hermana eludiendo milicos como si fuera una prófuga de la ley y, violando la cuarentena, me hice de los ejercicios impresos.
Ayudarla es todo un desafío a la paciencia y a la creatividad explicativa, de las que carezco. Ella está todo el día saltando, cantando, bailando, dibujando, recortando papelitos, pintando; es evidente que sus intereses pasan absolutamente por otro lado.
Por momentos parece que va queriendo y me entusiasmo pero mi optimismo cae estrepitosamente cuando desconecta, entonces le pregunto cuánto es 3+1 y se queda mirando al infinito; cualquier cosa estúpidamente obvia la deja en corto o se tira a adivinar y manda fruta, como ayer:
-A ver, querida, ¿cuál es el número más chico de la familia del 900?
-Ehhh… mmm… el… ¿400?
(mirando mi cara de desaprobación) ah, no…. ¡Ya sé!… ¿el 10?
Ante mis ganas de llorar mirando al cielo para implorarle piedad al mismísimo espíritu de Pitágoras, la mando un rato al patio o al garage a saltar en la cama elástica. No quiero que me vea derrotada ni que termine como yo, convenciéndose ella también de que en matemática es un adoquín sin remedio; en cambio me siento a tomar un mate, desolada, pensando en que bueno, quizás finalmente haya algo de innato en esta nula nulidad matemática; en una de esas la cosa sea genética y la heredó de su madre, nomás.
Me tomo otro mate y respiro profundo para volver a insistir hasta que salga.
Erika Salthú