CUENTO. Por Juan Reginato
Apuramos el paso, pese a que faltaba bastante para la salida del tren cierta urgencia nos acompañaba.
Hacía calor y el movimiento frenético dentro del vagón a punto de partir empezaba a crecer. Era mi debut en primera clase, ese lugar del tren donde los asientos se parecían a butacas, forrados con cuerina verde y mecanismo para reclinarse. Adela, mi hermana, repasaba los bolsos y las valijas mientras Paolo, mi viejo, nos ayudaba a subirlos al buche por encima de los asientos.
No muy alto, robusto y atlético, con esa mirada taciturna que nunca perdía la sonrisa, se lo veía esta vez preocupado, algo no muy frecuente en él que había atravesado dos guerras, conocido el desierto, el hambre y la malaria. Algo le decía que esto era distinto a todos los horrores vistos. “El hombre de las situaciones difíciles”, así lo había piropeado ese ingeniero italiano al que tanto admiraba, ponía a prueba su templanza mientras acompañaba la partida de su hija hacia un destino probablemente menos hostil en Buenos Aires.
– Entre tanta gente desconocida es más fácil que pase desapercibida, se esperanzaba.
Corría marzo del 76 y los jóvenes de familias trabajadoras, con alguna participación comunitaria, política o social no tenían nada que hacer en esa ciudad media chica, media grande, tan llena de milicos chicos, medianos y grandes, con sed de sangre, salvo salir de ella, aunque esto último también entrañaba riesgos.
El día que destrozaron la casa del cura con una bomba fue el límite, Adela entendió que tenía que irse al menos por un tiempo.
Junto con Paolo y Antonia, mi vieja, evaluaron las alternativas, qué gastos suspender, qué precauciones tomar, con quién se podía contar en Buenos Aires. A Antonia le preocupaba cómo se iban a comunicar en lo inmediato. ¿Hablar por teléfono? Descartado. Marta, la única de la cuadra que contaba con el aparato en su casa tenía un hermano buchón de la marina, oficio nada original en ese contexto.
– Por ahí lo mejor es que alguien la acompañe y vuelva, sugirió Paolo.
Sin decirlo pensó ´Como hacen los del correo´, y sonrió con una mezcla de picardía y resignación por la ocurrencia que había tenido.
Lo terminaron de charlar en voz baja mientras tomaban mate dulce en la cocina a esa hora en la que solo Paolo y Antonia estaban despiertos, bien temprano.
– Con doce es un poco chico y no va a llamar la atención, tranquilizó Paolo a Antonia.
Al día siguiente y con naturalidad me preguntaron¿Tenés ganas de ir a Buenos Aires? Mirá que podés aprovechar que tu hermana viaja el jueves y..
– ¡Sí! apuré la respuesta antes que completaran la frase.
Tenía tantos viajes hechos con Julio Verne que uno real me venía al pelo.
– Lo único es que no tenés que contárselo a nadie, ¿sabés?
– Bueno, asentí sin entender ni preguntar demasiado.
El día había llegado y desde el andén vestido con su saco marrón claro y solapas cruzadas Paolo nos despidió con la mano en alto mientras el tren enfilaba por la Vía Pringles metiéndose en el túnel de la noche fresca.
Sentados en los asientos del vagón 501, Adela respiró hondo mientras yo me hundí en la butaca. Con los ojos cerrados iba recorriendo los días de campeonato de baby fútbol en la canchita de atrás de la capilla, la medalla por valla menos vencida, el tercer puesto en ajedrez del Campeonato Evita (con un poco de bronca me acordé que a Castelli le regalé la partida cuando moví el alfil antes de tiempo, de arrebatado nomás), a Juana entrando a la Universidad y otra vez el fútbol donde José con la cabeza erguida, el 5 en la espalda y la cinta de capitán, ordenaba al equipo campeón, mientras Daniel, corría velozmente con su triciclo el gran premio de un Día del Niño cualquiera. No habíamos llegado a Sierra de la Ventana y yo dormía profundamente.
En Buenos Aires todo resultó mas rápido de lo previsto, algunos paisanos italianos a los que habían contactado esperaban a Adela con una propuesta de trabajo y los familiares de unos compañeros le brindaron alojamiento hasta que pudiera hacer pie. Con lo mínimo garantizado a la noche siguiente volvimos a Constitución.
No fueron 20.000 leguas, ni 80 días, aunque flotaba en el aire algo de Viaje al centro de la Tierra.
El tumulto para subirse al tren, los empujones y primereadas, las avivadas y pequeños robos parecían lo mas normal del mundo y no faltaron en esa ocasión. Adela me acompañó hasta el asiento, ubicó mi bolsito a mano y se fue abajo para seguir hablando ventana por medio desde el andén. Así estuvimos un rato hasta que la campana y el pitido del guarda anticiparon que arrancaba El Zapalero. La alcancé a ver llorando en el andén mientras esperaba que el tren se llevara parte de su vida.
Frente a mi asiento un hombre de mediana edad, vestimenta formal y mirada cordial seguía la escena con detenimiento e interés. Imaginó o entendió que ahí pasaba algo inusual. Una vez en marcha abrió la charla evitando las preguntas incómodas y así fue en todo el trayecto.
– ¿Te gusta el fútbol?
– Sí claro y soy hincha de Boca
– Qué lástima, dijo, porque los pibes inteligentes se hacen hinchas de Racing.
La conversación siguió por esos carriles y cuando el tren pasó por Monte me preguntó
– ¿Querés comer algo?, yo te invito
En mi micro mundo real el viaje en el vagón de primera del Zapalero ya me parecía muy importante, ¡¿comer en el Coche Comedor?! era increíble. Me rehusé un rato, no por desconfianza sino por esa costumbre transmitida de no deberle nada a nadie, pero su planteo resultó amablemente convincente y allá fuimos. Tomé una sevenup, comí un sándwich mientras él cenaba y al finalizar volvimos a nuestros asientos.
Al llegar a Olavarría sucedió algo imprevisto, o no tanto. El tren se detuvo fuera de la estación y lo empezaron a rodear soldados armados y vehículos del ejército rebalsando de milicos. A los gritos empezaron a ordenar a los pasajeros que bajáramos del tren para requisarlo, pedir documentos y, porque no, llevarse a alguien.
Mi compañero de viaje cambió la voz y reemplazando la cordialidad por un tono más imperativo, aunque sin dejar de ser amable, me indicó:
– Vos no te separes de mí, si te preguntan soy tu tío Oscar.
Le dije que sí y para mantener mi propio miedo a distancia me hice el canchero
– Donde yo vivo esto pasa todos los días, exageré aunque no mucho.
Bajamos. Era de noche y los milicos siempre a los gritos dieron vuelta todo. El tío Oscar y yo sorteamos el momento tal como lo habíamos acordado.
El tren volvió a arrancar y horas después, llegando a Bahía le dije que me tenía que bajar, porque ahí me estaba esperando mi papá. Me escuchó y dudó un instante. Su destino era Zapala, me había contado en la cena, pero cuando el tren paró se bajó conmigo y esperó hasta comprobar que efectivamente alguien me esperara.
Caminando despacio entre la gente divisé a mi viejo. Nos recibió, le alcancé a decir
– Todo bien
Respiró aliviado por partida doble y agradeció el gesto al desconocido.
En el andén de la ciudad media chica, media grande, donde los milicos chicos, medianos y grandes sedientos de sangre volvían a romper todo y a todos, donde habíamos cometido el delito imperdonable de ser por un rato subversivamente felices, en ese lugar, Paolo, mi tío Oscar y yo nos abrazamos y despedimos.
Extrañamente, aunque el sol se mostraba claro y la mañana era fresca, abrumaba la pesada densidad del aire asfixiante.
El horror estaba en marcha. La resistencia, aunque mínima e imperceptible, también.