Acerca de Tolstoi y sus ideas de lo moral

Este viernes, 20 de noviembre de 2020, se cumplen ciento diez años del momento en que «de pronto se hizo en el universo un gran vacío», en la conmovida expresión de uno de sus biógrafos y apologistas. En una oscura estación ferroviaria rusa moría, casi grotescamente, León Nicolaievich, conde de Tolstoi.

OPINIÓN. Por Conrado De Lucia

Había predicado con el ejemplo las actitudes de la no violencia y la no cooperación. Estos principios, sumados al de la resistencia activa, propuesta y vivida por el norteamericano Enrique David Thoreau en la primera mitad del siglo XIX, fueron más tarde desarrollados en su imponente fuerza liberadora por el hombre a quien Alberto Einstein consideró el más grande de nuestra época: el Mahatma Gandhi.

La riquísima personalidad de Tolstoi le permitió abarcar en sus escritos una muy amplia gama de temas filosóficos y psicológicos. En particular, el arte y su relación con la moral fueron constante objeto de su atención, y al considerar al «arte puro» como exterioridad sin médula, lo descalificó moralmente del mismo modo que rechazaba a la religiosidad meramente exterior de la iglesia ortodoxa rusa.

En varios pasajes de sus novelas puso de manifiesto claramente el fastidio que le producía la música, e incluso su indignación moral frente a ella, descripta a través de personajes como el violinista deLa sonata a Kreutzer, a través del que alude a una persona verdadera, que hacía gala de su exquisitez visitando su casa y formando dúo con la esposa de Tolstoi, Sofía Andreievna, quien lo acompañaba al piano.

Corresponde destacar que esa indignación contra la música, a la que consideraba un arte vano e inmoral, negando en su urgencia ética incluso a la magna obra de Ludovico Beethoven, proviene de un gran artista, excelente intérprete de piano él mismo. Tolstoi percibía con singular claridad que el arte por el arte es una futileza. Se veía ineludiblemente abocado al oficio de escribir novelas porque era un hombre moral, no un esteta, y, cada vez con mayor conciencia de su condición a través de los años, escribía para educar a su pueblo en el bien a través de la belleza.

Se ha dicho que Tolstoi no era un hombre religioso. En realidad, su repugnancia por la religión ortodoxa rusa –por los hombres que detentaban la manipulación del creyente pueblo ruso–, tal como se manifiesta en Resurrección, es presurosamente interpretada como un rechazo hacia Dios, porque algún grande defecto debe encontrarse a todo hombre grande, para que los mediocres puedan seguir sobreviviendo.

León Tolstoi es reducido a «moralista» –casi una mala palabra, en realidad–, para escamotear que era un gran hombre moral, como podría haber sido un gran hombre inmoral, como lo fue Napoleón Bonaparte.

Ningún moralista es grande: a lo sumo puede ser un buen hombre, un bienintencionado que vive y propone la moral adecuada para la mayoría, la pequeña honestidad cerrada que protege al hombre común de caer en el error, pero que ni sirve para el santo, –a quien la moral del moralista resulta demasiado estrecha–, ni sirve para conmover a quienes permanecen en el mundo grisáceo de la amoralidad.

Todo ser humano necesita de un gran ejemplo para iniciar la aventura de buscar los valores morales que hará suyos y vivirá con convicción, para ponerse en marcha –un amoral es un hombre detenido.

En ausencia de tal ejemplo, también puede ser movido por el rechazo que le produce a su sentido natural de lo bueno y de lo malo –la ley escrita en el corazón de todo hombre, citada por San Pablo– un gran contraejemplo, como puede serlo la conducta de un gran inmoral.

La juiciosa virtud de quien no roba ni mata, no proporciona motivos al hombre sin preocupaciones morales para buscar otros ideales más allá de una conducta que persiga la mera conveniencia subjetiva –no otra cosa es la amoralidad–, sino que le confirma que en el compromiso moral que algunos parecen asumir no hay nada que merezca ser considerado.

El amoral que se cuida tan sólo de no transgredir los códigos que pudieran depararle algún castigo encuentra que su actitud es aprobada y hasta encomiada por una cultura que absolutiza los derechos de cada uno a vivir para sí y según su arbitrio, y le oculta la existencia de obligaciones para consigo mismo y para con su prójimo.

Por añadidura, encuentra por doquier la actitud de quienes pasan por campeones del bien y hasta realzan su medianía con un toque religioso de buen gusto, sin manifestar empero ningún rasgo que permita reconocerlos como seres humanos que intentan responder al universal llamado a constituir «la sal de la tierra».

Cuando un buen padre de familia persigue honestamente la riqueza y la posición social, utiliza cada nuevo status alcanzado como una plataforma para intentar acceder a posiciones socioeconómicas más y más elevadas, se cuida de no mirar ni a la mujer de su prójimo ni a la miseria en la que vive buena parte de su prójimo, y decora todo el conjunto con la asistencia regular a oficios religiosos y con algún «compromiso de laicos» digestivo y justificante, el ejemplo que involuntariamente propone desalienta y confunde al hombre sencillo.

El pobre de espíritu que busca a Dios desde su ingenua limitación, contempla perplejo cómo se ufanan de su modo de vivir quienes han alcanzado aquello que él también busca, movido inconscientemente por la escala de valores de uso y difusión general.

Aunque no lo deduzca reflexivamente, percibe que el bienestar material y social, con el prestigio que conlleva, es la única meta a la que es posible aspirar en esta vida, ya que es la que persiguen todas las personas notables que él conoce, cuya existencia le es exhibida cotidianamente a través de los medios masivos de comunicación.

Si ésta es la creencia que se le inculca por demostración día tras día, es comprensible que el hombre del común trate de llevar, si no una existencia semejante –por serle inalcanzable–, al menos una parodia de vida conspicua, de consumos como los de la gente rica, aunque de menor calidad, y de actividades prestigiosas, en las que reemplaza al polo por el paddle tennis y a la dirigencia de alguna acción religiosa por la figuración entre la jerarquía de un grupo que estudia la Biblia.

Siendo consecuentes con la atribución de cierto presunto «moralismo» a Tolstoi, y dada la manera en que atacaba a la música en sus escritos, podría decretarse, así como se intenta disminuir su estatura de gigante moral, que también carecía de sensibilidad musical.

Finalmente, entonces, no sería tampoco cierto que fuera un artista.

«Era un noble en conflicto con los privilegios de su propia condición.», se lee por ahí. Era sencillamente un hombre noble, más allá de su título, del mismo modo que era músico, novelista, políglota, psicólogo y artista genial, pero siempre con esa nobiliaria sencillez que le permitía convivir con los más humildes campesinos de su tierra rusa.

Por eso estuvo condenado a permanecer solitario en una nación en la que la cultura cristiana que antaño había encarnado y difundido la nobleza, estaba ya en profunda decadencia.

No tuvo «guiños» hacia sus colegas, ni siquiera hacia quienes compartían sus mismas convicciones e intentaban como él, vivirlas a costa de su propia vida, o más bien, tratando de encontrar el sentido trascendente que subyace oculto en cada vida.

No tuvo complicidades de ninguna clase, no hizo concesiones ni propuso justificaciones para nadie, con una exigencia que comenzaba y terminaba siempre en sí mismo, no como actitud individualista de búsqueda de la propia perfección, sino como doloroso requisito de su condición de hombre grande.

Como tal, León Nicolaievich Tolstoi estaba destinado a constituirse, con su vida y con su obra, en una nota discordante en un mundo que ya empezaba a complacerse en lo previsible y estándar, hasta desembocar en la mediocridad generalizada que hoy domina a tantos y preocupa a tan pocos.