La verdad de la pastafrola

Cae fecha patria en cuarentena, la manada pide algo dulce para la merienda y a mí no se me ocurre mejor idea que volver al intento de hacer una pastafrola.

Se supone que amasar tendría que ser placentero y hacer choricitos de masa, un viaje directo a la infancia más tierna, a los días en que amasábamos plastilina sobre la mesita del jardín (el olor a plastilina también me transporta).

Al hacer una pastafrola la masa se trabaja de manera similar pero su textura y consistencia nada más lejos que la de la plastilina; es quebradiza, sin fuerza, una verdadera cagada; en casa no queda más remedio que bancarme hecha una furia cada vez que tengo que manipularla. La frustración me deja al borde del llanto (precisamente, como una niña de jardín de infantes) sobre todo cuando llega la parte del enrejado ese que algún iluminado inventó cuando se quedó corto de masa o no sabía qué hacer con el sobrante. Ahora estamos ante el problema de que una pastafrola sin ventanitas no sería pastafrola. Hacer esos choricitos deja de ser divertido cuando los enrollo con la palma, trato de darles forma y al momento de trasladar hasta la base de membrillo se me destrozan a mitad de camino; entonces como el Cuento de la Buena Pipa (que me sacaba de quicio) llevo nuevamente los pedazos a bollo, los meto de vuelta en la heladera pero luego al amasar el calor de mi mano la arruina, se pega, se rompe, se deshace, la odio, así una y otra vez hasta que pongo fin al ciclo infernal aplastando como venga contra el dulce los cachos de masa (a esa altura más manoseada que la plastilina comunitaria del jardín).

El drama de cocina cierra con la escena (dejavu) en la que meto mi engendro en el horno y le advierto categóricamente: «juro que esta es la última vez que te hago, hija de puta».

Pero así como mis emociones se disparan hacia las nubes y me llevan a la pequeña Erikona cuando algo que parecía fácil (casi estúpido, vamos) me resultaba imposible, así pero a la inversa, la furia se va amansando y baja a tierra a medida que las horas pasan y de mi criatura culinaria no quedan ni las migas.

¡Oh, tiempo que todo lo desdibuja y redimensiona! Vuelan los años y se vé que el olvido o la memoria vulnerada por la nostalgia me lleva a caer en el error de creer que esta vez sí, esta vez voy a lograr hacer una pastafrola digna.

Erika Salthú