De brazos, corazones y coronas

El poder de las reliquias o las reliquias del poder

Opinión. Por Daniel Guerin

La reciente muerte de Elizabeth II nos ha traído imágenes en alta definición que parecen extraídas de viejos libros con hojas de color sepia. Si no fuera por la contemporaneidad, diríamos que son viejas, muy viejas.

El tratamiento edulcorado de los cambios en la realeza británica comienzan, hablando de la era post isabelina para luego realizar un pretencioso análisis geopolítico. Lo concreto es que mientras el féretro de la Reina cambia de lugares donde homenajearla, el Reino de la Gran Bretaña se debate entre la desesperación y la disolución.

Lo llamativo es el interés de formar parte de los rituales imperiales de algunos representantes de repúblicas fundadas sobre las desapariciones de las realezas. Es como si se resistieran a los cambios inevitables o, peor aún, como si se avergonzaran de lo que representan, una especie de arrepentimiento del sitio que ocupan no por orden divino, sino por decisión de sus conciudadanos.

Pedro I fue el primer emperador del Brasil. La síntesis histórica podría contarse como la del hijo que se peleó con su padre y se quedó con buena parte de sus pertenencias. Ese acto es considerado la Independencia del Brasil, el kilómetro cero de su historia.

Avanzada la tuberculosis y ya en su lecho de muerte, Pedro ordenó que su cuerpo se quedara en Sao Paulo, pero su corazón sea llevado a Oporto, a modo de mensaje post mortem a su hermano con el que mantenía un litigio por las propiedades reales. El corazón del emperador, como es de esperar, se conserva en formol en un tazón de cristal dentro de un jarrón de plata. Y aquí viene lo sorprendente, bueno, si es que lo anterior no te ha sorprendido. Bolsonaro, en una nostálgica reafirmación imperial, pidió a Portugal que, para las celebraciones del 7 de Setiembre, le “prestaran” la reliquia y así juntar por una vez, cuerpo y corazón del Emperador bajo el cielo brasilero.

La pompa con la que el corazón de Pedro fue tratado en Brasil, remite a las exequias reales llevadas adelante en Londres. Y los honores a restos humanos extirpados de cadáveres remiten a otro autoritario personaje histórico, Franco.

Por el 1582 Santa Teresa de Jesús murió. No tengo en claro si como Santa, es de suponer que fue santificada con posterioridad. Por alguna causa difícil de explicar, diez meses después de su muerte abrieron su féretro. Su cuerpo estaba incorrupto y flexible, por lo que, como no podía ser de otro modo, le arrancaron un brazo y lo llevaron al convento donde había servido. Menos el meñique que, como es de esperar, quedó en poder del sacerdote encargado de realizar estos “actos”.

La reliquia es conocida como La Mano Incorrupta de Santa Teresa y se le atribuyen poderes milagrosos. Franco, como todo dictador que se precie, era supersticioso. El brazo momificado permaneció cuarenta años en la mesa de noche del generalísimo como su talismán protector. Entrada la Guerra Fría, EEUU le cambió el estatus a España y reinició las relaciones con el dictador. Antes de la visita de Eisenhower a España, Carmencita viajó a USA. Su padre le dio el brazo para que la proteja durante la travesía. Ambos países no tenían relaciones, por lo que la valija diplomática no calificaba y en la aduana no sabían cómo hacer para poder ingresarlo. La situación se transformó en razón de Estado. La inventiva y la necesidad dieron fruto, los restos de la Santa se inscribieron como un salchichón.

Aquí es donde las historias se juntan. Los deseos de control más allá de la muerte, los mandatos divinos aceptados y reconocidos, y la desesperada necesidad de mostrarse poderosos a partir de objetos sobrenaturales, sean brazos, corazones o coronas.